La época contemporánea presenta una recreación reforzada del
sistema de contradicciones que ha caracterizado al sistema
capitalista desde su creación. El problema estructural asociado al
modo de producción capitalista es su carácter “exponencial
monótono creciente”, es decir, su tendencia intrínseca a
alimentar procesos de “retroalimentación positiva”, “interés
compuesto” y crecimiento ilimitado. Dicho de otro modo: el
mecanismo del capital, que vive de su propio aumento, tiende a
empujar todos los factores de producción constantemente en la misma
dirección, creando así un desequilibrio sistemático. Por lo tanto,
el sistema impulsa el crecimiento indefinido de la producción, el
crecimiento indefinido de la acumulación de capital en la cima, el
crecimiento indefinido de la explotación de las personas, el
crecimiento indefinido de la explotación de la naturaleza.
Esto es lo que el viejo lenguaje marxiano llamaba las
“contradicciones del capitalismo”. Cada una de estas tendencias
entra en conflicto sistemático con los órdenes de equilibrio
social, humano y medioambiental: crece la brecha entre la cima y la
base de la pirámide social, crece el consumo y el despilfarro de
recursos, crece la licuación de los organismos colectivos (familias,
comunidades, estados, etc.) y de las identidades personales. Mientras
que el mundo y la vida pueden concebirse según el modelo orgánico
de los sistemas de “retroalimentación negativa”, que restauran y
corrigen las rupturas del equilibrio, el capitalismo funciona como
una proliferación ilimitada e incontrolada, literalmente como un
cáncer ontológico.
Históricamente, dado que el primero en comprender la naturaleza
del problema fue Marx, se asocia esta toma de conciencia con la
búsqueda de soluciones “anticapitalistas”, socialistas,
comunistas o similares. Por lo tanto, la idea es a menudo que el
“pueblo” debe ser el primer sujeto de relevancia en estos
análisis. Este punto de vista pasa por alto un hecho de la realidad:
los que se toman más en serio los análisis marxianos y
postmarxianos han sido durante mucho tiempo los poseedores del poder
dentro del sistema, que son los más preocupados por lo que puede
socavar su posición: son los capitalistas, los “amos del vapor”,
los que se preocupan principalmente por los problemas del capitalismo
actual.
2) Los “maestros del vapor
Cuando se habla genéricamente de “capitalistas”,
“oligarquías”, “élites”, etc., es inevitable despertar la
sospecha de una excesiva vaguedad de los referentes. ¿A quién se
refiere? A uno le gustaría poder nombrar al sujeto del poder, como
se podía hacer en el mundo premoderno nombrando al rey, al papa, al
emperador, a este señor feudal, a aquel cortesano, etc. Sin embargo,
hoy en día, dar nombres es una falsificación de la realidad. Por
mucho que importen las personas, el sistema tiene una gran capacidad
para sustituir a sus miembros en todos los niveles, incluida la
cúpula. Saber quién es el director general de BlackRock o de
Vanguard no nos acerca a la comprensión de quién ejerce el poder,
porque no se trata de cómo los individuos específicos desempeñan
sus funciones.
Otro error en el que no debemos caer es el de suponer -alimentado
por la propia ideología del poder- que la existencia de una
pluralidad de “amos del vapor” y no de un único “emperador”
garantiza de algún modo una diversificación de intereses y
proyectos, y con ello cierta “democratización” del sistema (por
ejemplo: “la existencia de diferentes capitalistas implica
diferentes amos de los periódicos y, por tanto, pluralidad de
información”). Esto es una grave ingenuidad. El día que el
director general de BlackRock redescubra el espíritu zapatista y el
anhelo de apoyar la liberación de Chiapas, dejará de ser director
general y será reemplazado (con indemnización por despido, por
supuesto). Las líneas de fondo no pueden cambiar y sólo tienen un
objetivo infalible: la perpetuación del poder de quienes lo
ostentan. Tampoco hay que fijarse en una ortodoxia “capitalista”
concreta. Las oligarquías financieras no son “capitalistas” por
el amor ideal al capitalismo: no es una religión alternativa. Esa es
simplemente la forma en la que ostentan el poder. Si el abandono de
tal o cual aspecto ideológico favorece la conservación y la
consolidación del poder, nada se interpone en el camino.
Pero al final, ¿quiénes son estos “maestros del vapor”? La
concentración de poder contemporánea es algo sin precedentes en la
historia: unos pocos cientos de personas llevan las riendas de los
mayores grupos financieros (angloamericanos) del mundo y de lo que
Eisenhower llamó el “complejo militar-industrial”
estadounidense. Estos grupos disponen de todos los resortes
fundamentales del poder, son capaces de dirigir las decisiones
políticas en sus Estados anfitriones (EE.UU. en primer lugar) y se
extienden en cascada a todos los Estados que les están subordinados
o son deudores de ellos. Fuera del mundo occidental no existen
exactamente tales contrapoderes, en la medida en que logran escapar a
la influencia de los primeros, ya que en cualquier lugar el poder,
incluso el más inflexible, está dominado en todo caso por
instancias de motivación política (nacionalismo in primis).
Estas élites occidentales de la cúspide están compactadas por
la motivación de mantener un poder de base económica y tienen una
capacidad de coordinación inmensamente superior a la de cualquier
otro grupo de interés: disponen de lugares y modos de reunión
institucionales y no institucionales, tienen recursos que permiten
una pluralidad de acuerdos y comunicaciones por medios múltiples, no
oficiales o clandestinos.
Quienes esperan encontrar una lista de los gobernantes y herederos
al trono para planificar un asalto al “Palacio de Invierno”, y en
ausencia de esta lista prefieren desechar el problema a las
conjeturas o teorías conspirativas, son desgraciadamente cómplices
involuntarios del poder.
Raros son los súbditos de las élites de la cúspide que buscan
protagonismo público, y los que lo hacen son esos pocos, víctimas
de sus propias ideologías, que se han convencido de que están
realizando operaciones “paternalmente redentoras” (los nombres
habituales que circulan de Schwab, Soros, Gates, etc.). Los más
inteligentes de entre ellos saben muy bien que su poder no llega a
través del consenso público y que, por lo tanto, manifestarse no
los fortalece, sino que los expone y debilita.
Por lo tanto, nos encontramos con el siguiente cuadro: un pequeño
grupo de sujetos, habiendo obtenido una posición eminente dentro del
capitalismo contemporáneo, detenta el poder con niveles de
concentración que nunca antes habían existido, y se mueve y
coordina (neto de particularidades personales) con el objetivo de
mantener y consolidar este poder. Al mismo tiempo, este estrecho
grupo de la cúspide tiene perfecta conciencia de las tendencias
críticas implícitas en el sistema del que está en la cima. Debemos
dejar de imaginar al capitalista como un vividor que se entrega a los
juguetes sexuales, los yates y los vinos de prestigio. En este
horizonte hedonista se mueven típicamente individuos de clase media
y nuevos ricos. El capital consolidado (“dinero viejo”) forja
diferentes tipos humanos, que o bien tienen una educación adecuada
para entender los problemas del sistema, o bien están acostumbrados
a pagar a los grupos de reflexión para que hagan este trabajo por
ellos.
3) Las perspectivas de las élites superiores
Por lo tanto, lo que debemos poner en evidencia es la suposición
de que las líneas de contradicción dentro del sistema del capital
son perfectamente conocidas por los “maestros del vapor”. Sólo
sus dependientes liberalistas siguen creando cortinas de humo con su
“mercado perfecto”, su “equilibrio general a largo plazo” y
otras seducciones.
Esta mano de obra intelectual, profusamente financiada, suele
ocupar puestos académicos de prestigio, y su función es
proporcionar una espesa niebla ideológica, centenaria, sobre la que
dispersar las energías de los críticos. Se trata de una defensa de
infantería de primera línea que se esfuerza por mantener la vista
de sus adversarios fuera del frente real. La mayoría son demasiado
estúpidos para saber que sólo actúan como objetivos ficticios.
Que la sustitución acelerada de trabajadores por máquinas crea
un desequilibrio estructural en el sistema de producción, con un
excedente de producto potencial sobre el consumo, y un exceso de
demanda impotente (consumidores sin poder adquisitivo) sobre una
oferta desbordante, es completamente evidente y pacífico.
Que esto configura la existencia de una vasta población
superflua, exagerada para ser útil como “ejército de reserva del
capital”, una multitud de bocas que alimentar y que hierve
descontenta es igualmente evidente.
Que un sistema de crecimiento infinito acaba socavando todo el
sistema, medioambiental y social, en el que vivimos es igualmente
claro.
Las principales líneas de fractura que están bajo la atención
de las élites son, por tanto, las siguientes: 1) fractura social
(riesgo de revueltas); 2) fractura ecológica (riesgo de
desestabilización de los equilibrios medioambientales); 3) fractura
financiera (colapso terminal de las expectativas de crecimiento y con
ello de los supuestos del sistema).
El error de los herederos de la primera línea de análisis
crítico, la marxista, es pensar que el reconocimiento de estas
tendencias implica en sí mismo la adhesión a una perspectiva de
“superación del capitalismo”, con la búsqueda de formas
sociales que eviten la deshumanización, la alienación, que
restablezcan un sistema en equilibrio (“de cada uno según sus
capacidades, a cada uno según sus necesidades”).
Ésta es otra grave ingenuidad. Las élites de la cúspide del
sistema contemporáneo conocen las contradicciones del sistema, pero
esto no significa en absoluto que tengan la intención de
abandonarlo. No hay nada extraño en esto, ningún bloque de poder en
la historia ha dejado el poder espontáneamente. De lo que se trata
aquí es de comprender bien qué perspectivas abre este poder, ya que
esto puede mostrarnos el espectro de los riesgos subterráneos en la
era contemporánea (esos riesgos que a menudo acaban expresándose
confusamente, y por tanto desacreditándose, en forma de “teorías
de la conspiración”).
3.1) Tomarse tiempo con las soluciones de mercado
La primera perspectiva es la menos radical y la más débil, pero
también es la que puede afirmarse apertis verbis sin reparos. Se
trata de transmitir la idea de que para cada problema existe
potencialmente una respuesta que las soluciones tecnológicas del
mercado podrán proporcionar. Esta idea se propone a los medios de
comunicación quaquaraqués como si fuera una opción realista,
cuando en realidad sólo sirve para retrasar ciertos procesos, al
tiempo que permite una mayor acumulación de capital. Así, la
perspectiva salvadora de los coches eléctricos, o de la energía
nuclear, o de la Euro 7, etc., para responder a un problema
medioambiental único y cuidadosamente seleccionado (¿el
calentamiento global?), aparece de vez en cuando en los medios de
comunicación simbólicos. Este enfoque selectivo da la impresión de
que siempre se trata de resolver un problema preeminente, lo que hace
plausible la búsqueda de soluciones técnicas; esto permite ganar
algo de tiempo en un sector, distraer la atención de la opinión
pública proporcionando esperanzas y dirigir la política pública de
forma provechosa.
Por supuesto, estas operaciones sectoriales, que comparten el
impulso estructural de la innovación perenne y el aumento de la
producción, siguen alimentando el proceso de desestabilización
sistémica. En el mejor de los casos, las soluciones tecnológicas ad
hoc pueden tapar temporalmente una laguna, mientras que al mismo
tiempo se abren otras diez en forma de externalidades sistémicas.
3.2) La guerra como higiene mundial
La segunda perspectiva es una línea de solución clásica, más
radical, que permite contener temporalmente los daños a lo largo de
varias líneas de falla. Cuando se puede fomentar una guerra, ésta
es, al menos en lo que respecta a los países implicados, una
solución eficaz, ya que simultáneamente: frena a las poblaciones,
bloqueando la protesta social; crea un espacio de consumo frenético
(y por tanto de renta de capital) sin necesidad de conferir poder
adquisitivo a la población; frena otros procesos sociales,
reduciendo la “huella ecológica” humana, y en el mejor de los
casos también reduce la población. Esta solución funciona
idealmente mejor cuantos más países estén implicados. Si un
conflicto se circunscribe militarmente, no habrá impacto en las
cifras de población, pero seguirá siendo eficaz en otros aspectos
(regimentación y la disciplina social + drenaje económico en un
“potlatch” posmoderno, donde se queman grandes recursos para
mover la máquina de consumo).
Una guerra mundial duradera y de bajo voltaje sería de hecho una
solución perfecta: permitiría idealmente: 1) romper toda
resistencia o revuelta social en nombre de la santa oposición al
enemigo exterior; 2) concentrar las energías en una producción
infinita destinada a un consumo infinito, que ignora toda saturación
del mercado; 3) reducir progresivamente la población.
Sin embargo, esta perspectiva es muy inestable y no es fácil de
manipular ni siquiera para las élites del vértice, por muy
poderosas que sean. Provocar una serie de conflictos en zonas ya
sufridas y políticamente débiles es relativamente fácil, pero una
condición de guerra mundial duradera y de bajo voltaje no está
directamente orquestada, y corre continuamente el riesgo de
desvanecerse o de crear una escalada nuclear, en la que incluso las
élites de la cúspide acabarían implicándose en cierta medida.
3.3) Sociedad de control
La tercera perspectiva se manifiesta desde hace tiempo y consiste
en una transformación del modelo ideológico liberal en un modelo
autoritario, sin cambiar un ápice su apariencia. La sociedad
occidental contemporánea (pero no sólo la occidental) está más
regulada, legislada y vigilada que cualquier otra sociedad de la
historia. No sólo hay más leyes que en el pasado, y más
detalladas, sobre áreas de comportamiento que en el mundo premoderno
no eran objeto de atención legislativa, sino que la mayor capacidad
tecnológica permite niveles de aplicación y control de estas normas
sin precedentes.
Dado que todo poder tiene un incentivo intrínseco para aumentar
su capacidad de control, en el mundo liberal esto ocurre de forma
paradójica, sobre la base de la pretensión de trabajar por una
“promoción de la libertad”. Para transformar una ideología de
la libertad en una ideología del control, el neoliberalismo
aprovecha sistemáticamente la idea de la “victimización” o
“vulnerabilidad” de un grupo. Una vez que se ha señalado a un
determinado grupo como potencialmente ofendido, violado en sus
derechos naturales o humanos, se pueden llevar a cabo actos
coercitivos en favor de las “víctimas”, quizás para evitar su
potencial victimización. Este mecanismo puede funcionar tanto dentro
como fuera de un país. Se puede intervenir coactivamente sobre la
libertad de expresión con el pretexto de “proteger las
sensibilidades” de tal o cual grupo, se puede intervenir con la
medicalización forzosa (o los certificados verdes) para “proteger
a los frágiles”, al igual que se puede intervenir como “policía
internacional” para “defender los derechos humanos” en tal o
cual zona del mundo. La misma lógica permite la difusión de cámaras
de vigilancia en cualquier lugar de acceso público o la violación
de cualquier comunicación privada en nombre de la “protección de
la seguridad”, etc.
Es importante estar alerta ante el hecho de que las tecnologías
de control disponibles hoy en día son extraordinariamente
sofisticadas y que una vez que se rompe la barrera de la
justificación legal, la capacidad de vigilancia (y de sanción) es
casi ilimitada.
El interés de las élites superiores en un sistema total de
vigilancia, control y sanción es evidente. Se presenta y se
presentará siempre como una operación de “defensa de los
vulnerables”, cuando en realidad es una forma de bloquear de raíz
la posibilidad de que los que no tienen poder se conviertan en una
amenaza para los que lo tienen.
3.4) Despoblación
Mientras que la vigilancia y el control pueden desactivar el
peligro que supone el descontento de las masas (descontento que
mientras esté en un nivel bajo puede ser contenido por simples
sistemas de distracción y entretenimiento), el problema que supone
el excedente de población económicamente “inútil y perjudicial”
invoca otra tentación, que no debe ser subestimada simplemente
porque suena “escandalosa”. Los países que no tienen un marco
ideológico liberal, como China, pueden permitirse tratar los temas
de control demográfico de forma explícita, como ocurrió con la
“política del hijo único”. En el Occidente liberal, esta
posibilidad de debate abierto queda excluida, ya que exigiría sacar
a la luz cuestiones embarazosas (empezando por el “consumo
conspicuo”) para las élites. Pero esto no significa que la
tentación de intervenir desde arriba no esté presente.
Sobre esta cuestión es imposible ir más allá de las conjeturas
e inferencias, pero subestimar la tentación del uso clandestino de
soluciones tecnológicas para limitar la fecundidad o aumentar la
mortalidad (preferentemente para los que ya no están en edad de
trabajar) sería un error.
3.5) ¿Neofeudalismo o distopía totalitaria?
Todas las “soluciones” anteriores se mantienen dentro del
marco capitalista, con sus mecanismos y contradicciones internas.
Esto significa que, en esencia, siempre están presionando para ganar
tiempo ralentizando ciertos procesos, o haciendo retroceder las
manecillas del reloj histórico. Una salida radical del modelo
capitalista por parte del poder capitalista sólo es concebible con
la promesa de cristalizar las relaciones de poder actuales (una
salida en dirección a una democracia socialista no es por tanto
especialmente popular).
En un marco de capitalismo financiero como el contemporáneo, las
concreciones del poder pueden ser tenues, porque una determinada
capitalización depende ante todo de las expectativas de consumo.
Quienes poseen grandes cantidades de liquidez poseen un poder
adquisitivo potencial que depende totalmente de las perspectivas de
disponibilidad de activos y de la confianza del público en los
títulos de crédito. Este poder es el mismo que ejerce un billete de
banco, un objeto virtual que puede convertirse en papel de desecho en
el momento en que ya no se considere capaz de mediar en el suministro
de bienes. Por eso, por la necesidad de cuidar las apariencias, las
expectativas, el capitalismo financiero debe prestar especial
atención a la gobernanza del aparato mediático. Pero, en cualquier
caso, la gobernanza de las expectativas tiene límites, ya que los
propios mecanismos de la competencia económica generan
constantemente trastornos desestabilizadores.
En el mundo capitalista, el poder “líquido” es mucho más
poderoso (debido a su máxima movilidad y transformabilidad) que
cualquier poder “sólido” (la propiedad de bienes reales). Sin
embargo, los activos reales confieren una estabilidad a largo plazo
que el capital líquido no permite. Por lo tanto, la perspectiva de
una posible salida “postapocalíptica” del modelo capitalista con
sus contradicciones sólo es concebible, para las élites de la
cúspide, en términos de una transición hacia una especie de
“neofeudalismo”, en el que el poder líquido se transforme de
nuevo en propiedad material (tierra, bienes inmuebles, armamento,
tecnología, etc.).
Sin embargo, aquí surge un problema que cambia completamente el
panorama. El feudalismo histórico funcionaba sobre la base de un
sistema de legitimación (incluida la legitimación a la propiedad)
dependiente de la tradición y la religión. El mundo actual ha
barrido ambos factores como conferidores de legitimidad. Así que la
pregunta aquí es: ¿cómo podría funcionar un sistema de
legitimación del poder y la propiedad en un “neofeudalismo”
desprovisto de tradición y religión?
El poder en la historia de la humanidad siempre ha estado, incluso
en las culturas más autoritarias, determinado por el reconocimiento
medio de la legitimidad del poder. Mientras la mayoría reconocía o
al menos no impugnaba la legitimidad de un poder, éste seguía
siendo funcional. Este poder funcionaba transmitiéndose con
continuidad, por pasos intermedios, desde la cima hasta la base (del
rey a los vasallos, de los señores feudales a los caballeros, a los
campesinos y a los siervos). Por lo tanto, esta forma de poder
siempre tiene una conexión humana, en la esfera del reconocimiento.
Pero si se pierde la propia matriz de legitimación, ¿cómo puede
ejercerse el poder de forma capilar, desde arriba hacia abajo? En un
sistema capitalista, la riqueza es poder sin necesidad de
reconocimiento porque el poder se reconoce como poder adquisitivo,
garantizado por el sistema económico. Si el sistema se rompe, esa
forma de reconocimiento del poder impersonal se rompe. ¿Cómo podría
funcionar un nuevo poder sin el reconocimiento de la legitimidad?
Técnicamente, la respuesta es sencilla: tendría que suplantar el
poder de los “medios” representados por el dinero con otro medio
externo adecuado. Concretamente, la perspectiva más plausible es que
esto se haga a través de la manipulación de los medios para
infundir miedo, un miedo que unos pocos deben ser capaces de infundir
directamente en los muchos.
Tal perspectiva era inaccesible en el pasado, pero el progreso
tecnológico ha alimentado durante mucho tiempo esta posibilidad, es
decir, la posibilidad, mediante la potenciación de los efectos, de
que un centro circunscrito se imponga a la multitud. Una espada podía
imponerse a tal vez cinco personas desarmadas, una pistola a diez,
una bomba a mil; y con el aumento técnico de su poder, la dificultad
de su uso también ha disminuido: hoy es más fácil detonar una
bomba que antes blandir una espada. Pero no debemos imaginar el poder
tecnológico simplemente como el ejercicio de la fuerza bruta.
Pensemos más bien en una situación actual como la existencia de
semillas modificadas genéticamente que no permiten que sus semillas
sean replantadas para la siguiente cosecha, obligando a comprarlas a
un proveedor central. El fondo de este mecanismo de poder es
sencillo: se trata de hacer que un grupo dependa estructuralmente,
para su propia existencia, del acceso a una tecnología que no es
reproducible de forma autónoma, sino administrada de forma
centralizada. Se pueden inventar numerosos mecanismos de este tipo,
basta con hacer depender a las personas de un bien tecnológicamente
escaso y no reproducible de forma autónoma (¿una terapia?). En
principio, este mecanismo puede permitir que el poder se ejerza de
forma directa, “neofeudal”, sin necesidad de mecanismos de
intermediación y legitimación.
Una última observación: hablar aquí de “neofeudalismo” es
una expresión engañosa. Estamos ante un sistema en el que, sí, se
trataría de una sociedad jerárquica cerrada, como el feudalismo,
basada en poderes y propiedades reales, y no líquidas, pero todos
los demás aspectos son profundamente diferentes y no en un sentido
mejor. Sería un mundo en el que una casta superior ejerce su poder a
través del miedo, habiendo sustituido, como fuente última de
autoridad, lo que en el feudalismo era Dios, por la Tecnología.
Sería una sociedad de mando directo, no mediada por ninguna adhesión
ideológica, una sociedad que rinde culto a la eficiencia técnica y
que concibe la infrahumanidad fuera de la casta superior como materia
prima de la que se puede disponer a voluntad.
Andrea Zhok