Agustín
García Calvo
«Nada
parece impedir que se calcule la relación de la ingestión per
cápita de información inútil con el cáncer» Información y
cáncer Pasemos hoy del cuerpo social al cuerpo personal. No será
tan grande el salto: no nos saldremos con ello del campo de la
política. Pues ¿no es el separar la vida privada de la pública el
primer truco del Poder, que crea cada uno que tiene una vida privada
suya, con la que puede hacer lo que le dé la gana, a fin de que el
Capital y Estado puedan hacer con el conjunto de las vidas privadas
lo que Ellos quieran, o sea que cada uno en su casa, para que Dios
sea la de todos? Pues entonces, cuando a la gente se le hace creer
que la enfermedad de cada uno es cosa privada y suya (ejemplo eximio:
porque la enfermedad de uno es lo que le hace ser propiamente uno y
le da su personalidad privada: sanos y hermosos, todos somos
iguales), se está con ello haciendo política, infundiendo ideas
falsas, que es el arma primera del Poder; así que aquí nosotros,
cuando entremos a averiguar qué pasa con las enfermedades y a
descubrir sus mecanismos, estaremos haciendo también política; la
contraria, naturalmente.
A mí
de pequeño me había comprado de pequeño mi padre un libro de
aquellos que sacaban para ayudarles a los niños a tragar amenamente
las amargas píldoras de las Ciencias; y ése tenía el plan, apoyado
en muchas hábiles ilustraciones, de esplicar los órganos y
fisiología del cuerpo humano por medio de una constante comparación
con la organización y funcionamiento de una nación constituida; de
manera que las fases de la digestión aparecían como un transporte
fluvial de bienes pasando por esclusas y compuertas, distribuyéndose
por canales y diversas factorías; el sistema nervioso era un sistema
de centrales eléctricas y tendidos telefónicos que recorrían el
territorio; en fin, las infecciones eran un asalto de ejércitos
invasores que querían apoderarse del estado y alterar su buena
Costitución, mientras que allí acudían los leucocitos, soldados
leales de la Nación, que aun a costa de sus propias vidas detenían,
apresaban y aniquilaban a los microbios enemigos.
Voy
a seguir un poco por esa vía tradicional de poner en relación de
analogía la economía y política del cuerpo de uno con el organismo
y fisiología de los Estados, generalmente usada en el sentido
inverso, como en el caso ejemplar de Menenio Agripa convenciendo a
los plebeyos rebeldes para venir a trato con los patricios por el
simple medio de contarles la fábula de los miembros, que («no
estando antaño en el consenso de todos que ahora rige, sino teniendo
cada cual su acuerdo, cada uno su discurso», según Livio lo
refiere) se habían rebelado contra el vientre ocioso y glotón y
decidido no proporcionarle y prepararle los alimentos. Pero aquí,
claro, nos guardaremos de saber cuál seguimos de los dos sentidos de
la analogía, el que quiere socializar los hechos 8 «La diferencia
entre ‘causa‘ y ‘circustancia concomitante‘ no se ve, sino
que se decide en función de otros intereses superiores»
fisiológicos o el que pretende hacer pasar los Estados por hechos
naturales, ni cuál de las dos cosas es la que debe esplicar la otra,
o si mutuamente.
O
más bien, es que no vamos a usar la cosa como mera comparación,
sino con un sentido de práctica eficacia, que sirva para revelar y,
por ende, curar (puesto que la revelación de la verdadera cara de
los males es ya su cura, dado que la fuerza de los males está en
ocultarse bajo caras falsas), revelar y curar -digo- las plagas más
terribles de nuestro mundo y nuestro cuerpo. Ya en un primer paso
daremos por esa vía sólo con preguntarnos y la vez «¿Cuál es la
plaga más conspicua y notoria que caracteriza a las urbes (y aun a
los desiertos intermedios) de este nuestro mundo progresado?». Pues
la respuesta a la primera pregunta apenas podrá ser otra que «Eso
que llaman cáncer», y cuya condición más notable, así visto por
fuera, es que lleva ya un siglo estando tétricamente de moda y
eludiendo los millonarios esfuerzos de la Ciencia para descubrir sus
mecanismos; lo cual, aunque parezca mentira, no ha traído hasta
ahora mismo la consecuencia de descubrir que hay algo en los
supuestos mismos de la Ciencia que no marcha.
En
cuanto a la segunda pregunta, si la respuesta no se les presenta tan
inmediata a los lectores, bastará con que se coloquen, como la
ficción científica les enseña desde pequeños, en la situación de
un estraterrestre (pero que fuera estra- de verdad, no como esos que
se van con una nave espacial a meter por un Agujero Negro, a fin de
repetir allí las mismas tonterías que en su pueblo) que echase una
mirada por encima a las urbes y desiertos del mundo progresado: nada
más notable le chocaría que el que estén plagadas de información,
esto es, de signos visuales y auditivos, no agotados en un uso
inmediato, ni tampoco ornamentales, sino dando a troche-moche
istrucciones y noticias: letreros de tráfico y comerciales, amén de
pintadas personales, vehículos transportando cien marcas y cifras, y
hasta peatones con camisa de letrero, completando los datos de la
cartulina que llevan contra la piel, pantallas y altavoces emitiendo
costantemente mensajes políticos, comerciales y culturales, señoras
repitiéndoselos una a otra a las dos puntas de un cable telefónico,
hojas impresas volando por doquiera cargadas de información, pitidos
de guardias y guiños de semáforos, quilómetros de rayas luminosas
para guía de aviones, centros escolares atestados de gráficos,
mapas y chismes audiovisuales para guía de los niños; en fin, una
cuantía de información que se come literalmente los muros, calles,
pieles, aires, ojos.
Pues
bien, ¿cómo no poner enseguida en relación lo uno con lo otro?
Vamos, para el cáncer, a seguir la imaginería más avanzada que
para el funcionamiento del organismo la Ciencia nos ofrece. ¿Cuál
es ella? Como por casualidad, consiste en aplicarle al cuerpo el
mismo artilugio que rige el gobierno y tráfico del mundo: hay unos
dispositivos informáticos en los centros cerebrales (más bien del
cerebelo o cerebro primitivo, oculto bajo el superior: porque éstos
son procesos de información secretos, que mejor que pasen
desapercibidos para mí o mis facultades superiores), los cuales
están costantemente transmitiendo a todos los órganos y regiones
más alejadas del cuerpo humano, por medio mismo del flujo de la
sangre, y por el código más sencillo, el binario o de SÍ/NO, como
el de un ordenador cualquiera, mensajes o istrucciones de
comportamiento, y a cada célula en especial istrucciones sobre los
ritmos y maneras en que debe reproducirse.
Pues
bien, aceptada esa imaginería, tan verdadera para nuestra como
cualquiera otra para la suya, preguntémonos ahora en qué consiste
el cáncer.
Dentro
de lo incierto y resbaladizo de lo que sabe de ese mal la Ciencia,
una cosa parece clara y constante para los varios tipos que se
comprenden bajo ese nombre: a saber, que consiste en una
proliferación desordenada de ciertas células del organismo.
Buscando entonces la culpa donde se debe, es decir, en los centros de
información, deduciremos que el mal viene de que se ha producido
alguna alteración o confusión en alguno de los dispositivos
informáticos del cerebro o sub-cerebro que estaban encargados de
mantener el buen orden de los procesos reproductivos. Ya sólo nos
falta renunciar a la convicción de que el cerebro elemental, en
dónde se sitúan esos mecanismos, esté absolutamente separado, esté
inconexo con el cerebro superior, donde se asientan mis facultades
superiores y el mecanismo de los procesos voluntarios y coscientes,
entre ellos ia ingestión y procesamiento de las informaciones que
por vía cosciente, y aun subliminar, se me transmiten; pues nada
parece en principio oponerse a que se supongan conexiones entre los
unos centros y los otros; y a que se investiguen con más precisión
de lo que, a mi noticia, se ha venido haciendo.
Porque,
si estas conexiones se establecen, entonces parece que la causa del
cáncer está clara: el esceso evidente de información a que la
organización de nuestro mundo somete los centros superiores de cada
uno de los individuos de sus masas, y sobre todo, la condición de
inútil (esto es, no demandada por necesidad ni deseo y que no se
emplea ni agota inmediatamente en algo a lo que servir) de la gran
mayoría de esa información, es un hecho que debe producir algún
trastorno y mal funcionamiento de esos centros; que eso no encuentre
un cauce de repulsión ni de protesta, sino que, desapercibidamente,
se acumule y asimile, es justamente la condición para que ese
trastorno se contamine o repercuta en los centros informáticos
inferiores, que así, alterados y confundidos en sus procesos
propios, trasmitan a las células de algún sitio istrucciones
escesivas y mal reguladas, que son las que se manifiestan como
cáncer. Esto abre una clara vía para el estudio de biólogos y
médicos. Ya la propuse el año pasado entre estudiantes de Medicina
de Santiago de Compostela; pero, aunque hasta algún ilustre Profesor
presente de Fisiología me hizo la gracia de no echar a broma el
planteamiento, no parece que hasta ahora se haya hecho mucho caso de
este posible modo de ataque de la cuestión y el mal.
Por
lo cual insisto. Que no es, al fin y al cabo, una investigación tan
difícil, aun dentro del estilo de investigaciones de mero tanteo y
estadísticas que se viene haciendo sobre el cáncer: lo mismo que se
investigan, por ejemplo, las relaciones con el consumo de tabaco,
nada parece impedir que se calcule al menos la relación de la
ingestión per cápita de información inútil (ya que el cómputo de
bits de información puede hacerse muy formalmente y hasta es fácil
de determinar criterios para separar la información redundante o no
utilizada) con el cáncer. No sería seguramente más caro que las
otras investigaciones millonarias que se hacen con tan escaso y
dudoso resultado. Ésa es la vía de revelación de las causas
ocultas y la vía, por ende, de salud que les propongo. ¿Qué habría
que contar con factores de predisposición y herencia, que explicaran
que dos individuos sometidos al mismo flujo de información inútil
no contraigan el cáncer igualmente? Por supuesto; pero eso pasa con
cualesquiera causas de enfermedades que se propongan. ¿Me advierten
que, como es sabido, una cuarta parte de los cánceres más o menos
se explican ya por intervención de virus? Ta ta tá: ahí tocan
ustedes a la noción de ‘virus’ mima y con ella el
replanteamiento de la noción de la ‘causa’: una cuestión tan
rica y apasionante que habrá que reservarle, si la salud en tanto no
nos desfallece, otra entrada en este Rotativo.
La
culpa de los virus Apenas habrá estos años causantes más
vulgarizados que esos serecillos que se llaman, como usted sabe,
virus. Hace tiempo que han dejado chicos a los masones, los judíos,
los gamberros, los etarras, los drogotas. Se ve pués que son de
primera importancia política, y a por ellos vamos. De la
vulgarización tomo unos ejemplos que me aportan amables amigos que
leen Prensa: A) El País, 25 de febrero de 1987, p. 6 de «Futuro»;
B) Muy, nº 90, noviembre de 1988, pp. 93 ss.; y añado, para el caso
de la identificación como virus de un sujeto que estropeó las redes
informáticas de conexión entre el pentágono y las Universidades
durante unos días, C) El País 5 de noviembre de 1988, p. 7.
Pues
bien: «Conocidos desde hace tiempo de ser causantes de la viruela,
la fiebre amarilla, la poliomielitis, la grie y el resfriado común,
los virus son los culpables del 80% de las enfermedades agudas que
afectan cada año a la población de los países desarrollados» (A);
más modestamente: «los virus contribuyen a que contraigamos
hepatitis, gripe, sarampión, polio, rabia, fiebre amarilla, sida y
muchos otros trastornos más» (B). Pero lo peor es que también «se
hallan involucrados en algunos cánceres y leucemias y en numerosas
enfermedades autoinmunes, entre ellas la esclerosis múltiple y la
diabetes» (B); y «recientemente, los científicos han empezado a
sospechar que los virus tienen mucho que ver en las cardiopatías,
defectos de nacimiento, diabetes, síndrome de Alzheimer, esclerosis
múltiple y casi la cuarta parte de los cánceres humanos» (A).
Ahora
bien, eso de que contribuyan, estén involucrados o tengan mucho que
ver ¿no les parece a ustedes que estropea un poco la idea de que
sean causantes o culpables? Y eso de que tengan que ver en casi la
cuarta parte de los cánceres… ¿No van con eso a perder los virus
el crédito y prestigio de ser los causantes verdaderos? ¿No
quedarán amenazados de que se les confunda y degrade a la condición
de circustancias, de factores coadyuvantes, todo lo más de cómplices
y colaboradores? Pero la causa, señores, como la madre, es una, y no
debe nunca la noción de ‘causa’ confundirse con la de
‘circunstancia’: si no, ¿adonde iríamos a parar?
El
policía debe descubrir quién es el asesino de la Marquesa, y se
acabó; y es preciso que se sepa quién, personalmente, mató al
Comendador. Sólo así la justicia y el Gobierno de los pueblos
tendrán un fulcro en que apoyarse; sólo así se curarán las
enfermedades sociales y las personales; sólo así, eliminada la
persona culpable de haber introducido istruciones indebidas en la red
informática del organismo de los Estados Unidos, podrá el Pentágono
regir como Dios manda los procesos costitucionales y reproductivos
del Gran Cuerpo; y descubierto asimismo el culpable puntual de la
gripe fantasmática, podrá el Pequeño Cuerpo acudir cada día sin
falta a la Oficina y evitarse el enorme dispendio de Horas de Trabajo
que al Capital y el Estado les cuesta el mantenerse indefinida,
informe y sin causa individual la tal plaga. Cosa que, por cierto,
deja en entredicho el nombre mismo, influenza o flu para abreviar y o
acatarrarse mientras se pronuncia, o grippe o trancazo o cualquiera
otro de los que se han ensayado desde que comenzó a reinar, desde
comienzos de siglo, la enfermedad informe: pues: ¿cómo puede
decentemente tener nombre una cosa que es casi cualquier cosa y se
manifiesta casi de cualquier forma, hasta el punto de que, sólo con
que te encuentras mal o raro, a falta de otra interpretación más
precisa, ya estás sospechando que te La has mangao?
Hace
sonreír que todavía, en la vulgarización A, se distinga entre
«gripe y resfriado común»; y las historias que dos veces al año
sacan los Medios de Formación de Masas acerca de las varias y
mutantes cepas o generaciones de virus de la gripe hacen sonreír
también, por lo menos mientras no La ha atrapado uno. Claro que las
cuentas no son tan simples: si se pudiera individuar el causante
verdadero y fijo de Eso, y en consecuencia apresarlo, juzgarlo y
condenarlo a muerte, no parece que, en cambio, el fijar de paso y
apresar al virus causante de esa istitución más reciente que bajo
la sigla S.I.D.A. condena como espada justiciera del Señor a los
prójimos y deudos que atentan un poquito contra Sus leyes fuera a
ser tan buen negocio: porque ahí, si un virus definido se fija en la
pantallita y se individúa como culpable, ¿no se perderá con ello
una ocasión preciosa de que a los Individuos personales les hiera la
flecha de su culpa personal, de que la mísera jodienda de los
mortales vuelva a los miedos tenebrosos y urinarios del tiempo de los
Escolapios y de que renazcan esplendorosas las fábricas de
preservativos?
Hay
un DEBE y su HABER con esto en el libro del Señor. Pero se ve que la
necesidad más alta y siempre más urgente que Él padece es ésa de
la individuación de la Culpa, y por tanto, la de que cada vez los
virus se hagan más individuales, más definidos y precisos como
seres y causantes. Y el motivo que el Señor y su Ciencia ofrecen
para esa millonaria campaña de persecución del Virus, a saber, que
es para la cura de nuestras plagas y enfermedades, se vuelve un tanto
dudoso como motivo cuando consideramos que precisamente algunas de
las plagas virales más arcaicas que en las vulgarizaciones A y B se
citan, la rabia la primera, Pasteur y sus secuaces acertaron a
curarlas sin tener la menor idea de que hubiera cosas tales como
virus personales en el mundo, sino tratándolas como si fueran flujos
infecciosos.
Algo
más importante y trascendente que la cura de los mortales debe ser
lo que promueve el proceso de individuación progresiva de los virus.
Más sospechoso aún, por cierto, resulta eso de que el desarrollo
progresivo de los virus se haya producido tan esactamente según los
cánones que rigen en general el Progreso Progresado, que son según
la proporción aritmética siguiente: así como la noción de
‘bichos’ (piojos, lombrices, sarna) vino con el Progreso de
nuestros abuelos a dar en la de ‘microbios’ (con la noción de
más éxito, la de ‘bacterias’, incluida), que exigía ya pasar
del ojo desnudo al microscopio, inventado a punto, para ver a los
microbios, esto es, incluirlos en la Realidad, así también
análogamente la noción arcaica de ‘microbios’ ha dado paso,
apoyado como por casualidad en el microscopio electrónico que
requiere para verlos, a la noción de ‘virus’ (bichos:
microbios:: microbios: x), el mismo proceso por el que, una vez
inventado el ferrocarril con el Progreso, hubo que inventar el
automóvil para el Progreso Progresado, y una vez que la radio, la
televisión: es decir, pasar de los chismes ideados por fuerza de las
necesidades previas a los chismes ideados por deducción de los
ideados previamente.
De
un microbiólogo ilustre cita la vulgarización B, p. 102: «Estamos
ahora, respecto a los virus, donde los bacteriólogos del siglo XIX
estaban respecto a las bacterias». Hagamos aquí un alto, no vayan a
caer ustedes en la trampa que su lenguaje culto les tiene preparada
para estos trances y a preguntarse si lo que estaré aquí insinuando
es que «Los virus no existen»; una tontería semejante a la de
aquéllas que concluyen que «El Amor no existe», sin darse cuenta
de que con la sola admisión del verbo ‘existir’, aunque sea para
decir «No», ya están domesticando su rebeldía y cayendo en el
engaño. Existir, sólo existe Dios, y los demás son malas
imitaciones. Pero aquí no estamos tratando asuntos metafísicos,
sino cuestiones prácticas, de política y salud. Sigamos pues un
poco examinando cómo son los virus. Individuos y causas
En
su último progreso, los virus han tenido que hacerse esencialmente
técnicos informáticos: así, en la vulgarización B les explicarán
cómo es que el virus, una vez que logra que la célula lo acoja en
su interior, se entromete en su ADN de tal modo que, cuando ese
centro emita las oportunas istrucciones de reproducción de la
célula, ellas incluyan los datos introducidos de contrabando, que
son los del propio virus; así que, cuando la célula se reproduce,
ya sus copias sucesivas llevan en sí la reproducción del virus; que
él de por sí no sabe reproducirse a la manera tradicional, porque
los científicos ni siquiera acaban de decidir si se trata o no
propiamente de un ser vivo; pero ni aun eso atenta a su realidad.
Y
con esas habilidades informáticas de los virus, ya no les extraña a
ustedes lo que les contaba en la noticia C de cómo el joven que
había introducido información subrepticia en la res informática
del Pentágono se le identificó enseguida como virus; ni las
fascinantes teorías, de que la vulgarización B les informa, de que,
además de para causar enfermedades, los virus pueden servir para
organizar la vida toda del Planeta y que «todas las bacterias están
interconectadas por organismos semejantes a los virus en una sola
asociación genética de escala mundial». Pero esa lógica condición
informática de los virus, que los tiempos les imponen (contra los
cuales estamos aquí tratando de hacer un poco de contrainformación),
no quita para que se les vea (ésa es la única prueba definitiva en
realidad), aunque haya de ser por el electrónico.
Pues
bien, ¿qué vemos? Vemos estensiones de sustancia, más o menos
accidentadas o fluctuantes, en las que se destacan unos puntitos,
coloreados en rubí o esmeralda, según la onda que al electrónico
le pongamos. Muy bien. Pero lo que no podemos ver es que esos
puntitos sean los causantes, y no, por ejemplo, deformaciones
concomitantes que a los tejidos les aparecen cuando sufren la
alteración que sea, así como a la leche, cuando se corta, le salen
unos puntitos amarillos, sin que a nadie se le ocurra que así están
los culpables del accidente. Eso no puede verse con microscopio de
Dios que valga: porque la diferencia entre ‘causa’ y
‘circunstancia concomitante’ no se ve, sino que se decide en
virtud de otros intereses superiores. Los cuales necesitan que los
culpables sean individuos, y mejor cuanto más individuales.
De
ahí que el progreso de la noción de ‘causa’ o de ‘culpable’
haya sido a lo largo de toda la Historia en el sentido de la
individuación, así en el campo de la Justicia como en el de la
Medicina. Para ello puede ser ilustrativa la historia de la palabra
misma. Porque ¿se han fijado ustedes en lo difícil que es poner en
Plural esa palabra, para así poderle deducir un verdadero Singular?:
el inglés ha tenido que inventar viruses, y aquí, si no acudimos a
los Artículos, no sabremos si hablamos de los virus o simplemente de
lo virus.
Y es
que esa vieja palabra indoeuropea, latín vi:rus, griego (w)i:ós,
indio vi:sás, nunca tuvo propiamente Plural ni Singular, ya que lo
único que significaba eran cosas como ‘flujo espeso’,
‘viscosidad’, ‘fluido ponzoñoso’ (los romanos lo usan a
veces para hablar del licor seminal, que entonces, naturalmente, no
contenía espermatozoides causantes de nada) y sustancias por el
estilo, generalmente con una nota de ‘capacidad de insinuación o
penetración por los tejidos’. Quiere decirse que esta situación
del virus corresponde a un mundo en que la culpa es algo como un gas
o flujo pestilente, un miasma, que le entra a la ciudad o cae sobre
los campos, y en cuanto a la causa (la noción de ‘causa’ física
se inventa, como suele suceder, a partir de la jurídica de ‘culpa’),
no se había inventado todavía.
Pero
ya desde el comienzo de nuestros recuerdos históricos ha sido
preciso que esa culpa indistinta y fluida se concentrara, para buen
orden, en un chivo expiatorio, un pharmakós humano entre los griegos
(¡dónde estaban las raíces de nuestra Farmacia!), al que ejecutar
o espulsar de los muros para librar a la ciudad del mal. Y así,
tirando la Medicina y la Ciencia por la vía que el Derecho y la
Política les indicaban, han tenido que hacer aquello, lo virus,
adquiriendo el estatuto de microbio, y por ende el de bicho, y por
ende el de persona, venga a ser viruses, y cada uno de los viruses un
virus, que, individual como usted y como yo, se cuele por las paredes
de las células, organice en sus centros un lío informático, o
funcione de telefonista entre las bacterias del Universo, y venga
cada vez más a ser responsable personal de lo que pasa.
No
sé si con esto, para efectos de medicina y de remedio, queda lo
bastante claro que no es nada seguro que el buen método sea el de
buscar con cada vez más potentes microscopios puntitos cada vez más
diminutos y centrar en virus individuados la causa de nuestros males,
o si no sería más eficaz que volviéramos a concebirlos como un
miasma o flujo indistinto del que hubiera que intentar limpiarse con
chorros de las aguas más frescas o contrainformáticas que se
pudiera.
Pero,
lo que es en cuanto a política y desgobierno, pienso que tal vez se
va entendiendo un poco mejor ahora cómo es que, al paso que el
Señor, Estado y Capital, necesita cada vez más imperiosamente
convertir las poblaciones en Masas, espesas y solidarias, al mismo
tiempo necesita que esas Masas estén cada vez más estrictamente
compuestas de Individuos, cada vez más individuales y personales,
cada vez más responsables y causantes, cada uno y en conjunto, hasta
el día del ideal, en que, en una votación perfecta y sin
astenciones, las suma de las voluntades y causas individuales venga a
ser lo mismo que el Poder Costituido que gobierne las Masas de
Individuos.