Los placeres del ecologismo capitalista

Hace tiempo que es imposible escapar a la publicidad más intrusiva. La forma más intrusiva con diferencia son las omnipresentes pantallas que lanzan sus bombas de racimo publicitarias las 24 horas del día, a veces de forma directa, a veces disfrazadas de “información”.

El acosador intruso que aparecía hoy en las pantallas era un conocido archistar que ensalzaba, con la seria profesionalidad que caracteriza a la clase, lo indispensable que es hoy la ‘sostenibilidad’. La “sostenibilidad” es hoy, dijo, un deber moral que nadie puede eludir.

Permítame ahora esta somera reflexión.

Cuando hablamos de “sostenibilidad”, si nos hemos preguntado qué significa esta palabra, debemos saber que estamos hablando de una cuestión exquisitamente LIMITADA. En concreto, todas las actividades que realizamos son, por supuesto, productoras de entropía en diversas formas. Consumimos recursos y producimos desorden, residuos, contaminación, subproductos. El planeta que coralmente estamos llamados a salvar es un sistema en equilibrio que afortunadamente tiene ciertas capacidades para metabolizar los residuos y reponer sus recursos (esencialmente gracias a la contribución de la radiación solar). Pero lo que sabemos al menos desde los estudios de Herman Daly en la década de 1970 es que un sistema de crecimiento infinito como el de la economía contemporánea está en rumbo de colisión fatal con sistemas finitos en equilibrio como los ecosistemas (y los organismos individuales que hay en ellos). De ahí el problema de la sostenibilidad medioambiental.

El problema no puede eludirse de ninguna manera. Hablar de “sostenibilidad” al margen significa y sólo puede significar una cosa: la aceptación de los límites. No límites al desarrollo social y cultural, pero desde luego límites al crecimiento del consumo y la producción de residuos. El llamado problema del “calentamiento global”, para quienes lo sostienen, es sólo una de las posibles implicaciones de esta contradicción estructural, pero todos los numerosos y constatados (y, a diferencia del “calentamiento global”, silenciados) problemas de desequilibrio medioambiental del mundo contemporáneo dependen de este mismo mecanismo.

Bien. Ahora volvamos por un momento a nuestro archistar y a sus palabras sobre el imperativo de la sostenibilidad. Si hablamos de sostenibilidad, hablamos, como hemos dicho, de límites. La cuestión central, la única que debería preocuparnos seriamente es: ¿qué límites?

En nombre de una lectura totalmente unilateral del ecologismo, hoy se nos habla continuamente a los plebeyos de la necesidad de reducir el consumo, de cerrar los radiadores, de apagar las luces, de desguazar el coche viejo para comprar (¡con bonificación!) coches eléctricos cuatro veces más caros, de comer carne sintética y harina de insectos, de dejar de hacer barbacoas, de empapelar la casa familiar con certificados energéticos, etc. Y simultáneamente, de forma apenas disimulada, nos rodean las más variadas formas de persuasión moral destinadas a dejar de reproducirnos, a acoger con una sonrisa cualquier compresión salarial y, por último, a facilitar la jubilación anticipada en este valle de lágrimas. El mensaje básico con el que nos bombardean es: “Eres un pernicioso viviente, qué vergüenza, intenta producir mucho, consume poco y muérete pronto”.

Y por otro lado qué no se haría para salvar el planeta.

En resumen, nuestro querido archistar, desde las alturas de su conciencia superior del bien supremo del planeta nos está explicando, con un tinte de desprecio, que debemos dejar de festejar, como evidentemente hemos estado haciendo ininterrumpidamente hasta ahora, porque, cielos, hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades y ya es hora de acabar con ello. Así que, si le he entendido bien, está intentando explicarnos que cosas como ese monstruoso potlatch que utilizó para entretener a audiencias de todo el mundo entran dentro del epígrafe “sostenibilidad” (de hecho, así lo pone en él). Esta feria de lo efímero, estos anuncios colosales destinados a la chatarra en una semana son la cara progresista de la “sostenibilidad”, y usted es el que no lo entiende.

Esta gran hoguera cíclica hecha para mayor gloria de las ventas no es, por supuesto, el privilegio de los pobres fabricantes de muebles. Imagíneselo. Esa hoguera está en constante compañía de un enjambre global de hogueras sacrificiales con los mismos fines publicitarios, emitidas a la fuerza desde millones de pantallas en lugares públicos. Y puesto que la publicidad es una mercancía posicional, dependiente de su relación con los competidores, no hay límite a la cantidad de recursos que se destinan a instar a los consumidores a consumir (¡pero un consumo virtuoso, ecológico y sostenible!).

¿Y qué es el consumo ecológico? Bueno, como es bien sabido, desde hace años el único sector que sigue teniendo un consumo (y unos ingresos) crecientes es el sector del lujo. Que es, por supuesto, tecnológicamente puntero, y por tanto verde, muy verde, no como ese apestoso de su barbacoa dominical, no como ese puto cacharro que le garantizaron hace diez años como respetuoso con el medio ambiente?

Porque por si no se había dado cuenta, quemar el 20% de los recursos industriales mundiales en pelusas cromadas, en bombo creativo, en tonterías mercenarias para ganar una tajada del mercado, eso es “ecológico”. Comprar el tercer yate o el décimo Ferrari es ecológico y huele bien en el aliento. Gastar 130.000 millones en gastos militares por cuenta de terceros también es ecológico.

Basta con dejar de beber, comer, reproducirse, tocarse los cojones con el TAC y producir flatulencias (que son gases de efecto invernadero).

Y entonces nos llevaremos bien y el planeta se salvará.

Andrea Zhok