Covid 19: se instala la distopia

Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Italia y por lo menos una docena de países tradicionalmente democráticos están terminando de instalar un sistema de pasaportes sanitarios que, a todas luces, será incluso más distópico y autoritario que el sistema chino de “créditos sociales”. Todo esto de la mano de decretos ejecutivos facilitados por un estado de emergencia que no tiene cuándo acabar.

Este nuevo sistema de control digital determinará –en función de nuestra obediencia a las autoridades– quiénes podrán continuar viviendo tal como lo hacemos hasta el momento: decidirá quién podrá trabajar, viajar, comprar, obtener créditos bancarios, realizar trámites legales y hasta tomarse un café o ir al cine.

Debido al carácter sanitario de la emergencia que viene facilitando esta y muchas otras imposiciones (muchas de ellas completamente arbitrarias), si usted decide no inocularse de manera recurrente –pues la protección de las vacunas experimentales de ARN mensajero contra el Covid-19 desaparece luego de unos meses de la inyección– su pasaporte o “pase Covid” será revocado. Si rechaza este régimen de inoculación periódica de vacunas y refuerzos (“boosters”), usted será considerado un peligroso foco infeccioso ¡a pesar de que ya sabemos que las vacunas no detienen el contagio ni la infección!

También sabemos que quienes ya han padecido el Covid-19 tienen una mejor inmunidad –y de más larga duración– que la procurada por cualquier vacuna. Extrañamente y a pesar del supuesto interés en la salud pública, el nuevo aparato de vigilancia sanitaria y sus diseñadores no parecen interesados en ningún tipo de inmunidad natural. Simplemente hay que vacunarse y ya, a la bruta. Tampoco parece importar el riesgo de hospitalización debido al virus, que en jóvenes y niños es desechable. La vacuna experimental –que viene produciendo más efectos secundarios y muertes que cualquier otra en la historia, como puede observarse en el sistema VAERS– se ha presentado como solución única y universal para toda la humanidad, sin atender a ningún tipo de diferencia.

El pasado 7 de octubre, el filósofo italiano Giorgio Agamben –que también viene haciendo de Casandra en el último año y medio sin encontrar oídos– planteó la cuestión así ante la Comisión de Asuntos Constitucionales del senado italiano:

“Sabemos que el Gobierno, gracias a un decreto, se exime de cualquier responsabilidad por los daños que ocasiona la vacuna… que no ha terminado su fase de prueba. Y, sin embargo, al mismo tiempo intenta obligar a los ciudadanos a vacunarse por cualquier medio, excluyéndolos, de lo contrario, de la vida social y ahora… privándolos incluso de la oportunidad de trabajar. ¿Es posible imaginar una situación jurídica y moral más anormal? ¿cómo puede el Estado acusar de irresponsabilidad a quienes deciden no vacunarse, cuando el mismo Estado es el primero en declinar formalmente cualquier responsabilidad por las posibles consecuencias graves de la vacuna?” (The Unconditional Blog, 10/10/21, traducido del italiano con el traductor de Google).

Mencionamos el carácter recurrente de las vacunaciones que se nos exigen. En Israel, por ejemplo, quienes tienen solamente dos dosis de la vacuna contra el Covid-19 ya no son considerados vacunados para efectos de su “pase Covid”. Ahora, solo los que tienen ambas dosis y un “booster” son libres de moverse y hacer su vida con normalidad. Debido a los constantes rebrotes pandémicos –a pesar del “éxito” del proceso masivo de vacunación–, el gobierno israelí ya está considerando la obligatoriedad de un segundo refuerzo.

Y para los que objetarían que vacunarse nos salvará de acabar en la UCI, los invitamos a usar las calculadoras de riesgo de Covid que se encuentra en las páginas web de la Universidad de Harvard o de la Johns Hopkins, en las que uno puede ingresar su edad y otros datos y enterarse del riesgo que corre de acabar en el hospital (sin vacunarse). El riesgo de quien escribe es de 0.03%. A menos que sufra de serias comorbilidades o uno sea un adulto (muy) mayor, las probabilidades siguen siendo entre mínimas e irrisorias. Pero usemos la lógica con respecto a la obligatoriedad (no oficial, sino mediante variadas formas de coacción) de la vacuna: si la transmisión e infección igual ocurren en los vacunados, pero estos, como se señala, se ahorran el riesgo de acabar en un hospital, ¿qué beneficio obtienen de tener vacunado al resto? ¿o estarán pensando en no recargar el gasto público? Eso sería una discriminación absurda, pues en ese caso deberíamos estar quejándonos por todos aquellos que son atendidos debido a sus vicios, adicciones, descuidos u objeciones, quienes jamás en la historia han dejado de atenderse. La idea de que deberíamos vacunarnos “por los demás” también resulta aberrante y carece totalmente de ética. Imagínese ir al médico y salir con una larga receta de medicamentos y terapias ¡en beneficio de terceros!

Tecnofeudalismo

Por supuesto que este asunto excede claramente lo sanitario, pues los planes para instalar un sistema de identificación global –de características chinas– son anteriores a la pandemia y no están directamente relacionados con la salud de nadie. Como señala un documento del Foro Económico Mundial de Davos de 2018, “Identidad en un mundo digital” (el título y la cita han sido traducidos del inglés):

“…como las tecnologías digitales de la Cuarta Revolución Industrial avanzan, nuestra identidad es cada vez más digital. Esta identidad digital determina a qué productos, servicios e información podemos acceder o, por el contrario, lo que se nos cierra”.

Este sistema de control, que informará a las autoridades sobre su obediencia con respecto los dictámenes de la tecnocracia globalizada, definirá su condición de ciudadano o, en su defecto, de paria y apestado social. Como el documento del elitista foro de Davos explica inmediatamente debajo de su título, referido arriba, nos encontramos ante “un nuevo capítulo en el contrato social”. La magnitud de este cambio de paradigma no podría ser exagerado. Tampoco hay que dejarse engañar por el lenguaje filantrópico y en apariencia bienintencionado del documento citado –y del lenguaje corporativo en general–: si usted no forma parte de la discusión y el asunto no se somete al proceso democrático, puede estar seguro de que se encuentra ante un modelo autoritario y vertical.

Nos encontramos ante el tecnofeudalismo en ciernes. A menos que deseemos fervientemente este “mundo feliz” planteado por Davos –que augura un 2030 en el que “no poseo nada, pero la vida nunca fue mejor”–, es hora de despertar y empezar a oler el excremento. Los “liberales” que escriben opinión para El Comercio no le informarán al respecto, no solo no están al tanto de nada, sino que son conservadores y reaccionarios que han encontrado en un falso liberalismo la mejor forma de servir a Don Dinero; les va a encantar vernos a todos bien identificados y controlados antes de que se termine de derrumbar el orden neoliberal que los ha enriquecido. La centroizquierda neoliberal del diario La República tampoco nos ayudará. Solo hace unos días, este último informaba de las multitudinarias protestas en Italia –contra la imposición del pasaporte sanitario– como protestas de “antivacunas” y de la derecha radical.

Volviendo al foro de Davos, debemos asegurarle al lector que sus integrantes detestan la democracia. Como explica el documental “The New Corporation”, en 2005 se dio un notorio cambio en el discurso corporativo y empezó a tramarse eso del capitalismo de “stakeholders”, es decir, se pasaba de uno orientado al dueño de la empresa, el “shareholder” (accionista), a uno que considera o toma en cuenta a más partes interesadas (todos aquellos que tienen un “stake” o interés en el asunto).

La gran corporatocracia globalizada –como confirma también la intelectual canadiense Naomi Klein– viene intentando remozar su fachada asegurándole al mundo que está buscando una “mejor forma de capitalismo”, pues ahora entiende lo que el mundo necesita. “Si Davos no estuviera buscando ‘una mejor forma de capitalismo’ para resolver las cada vez más graves crisis que el mismo Davos ha profundizado sistemáticamente, no sería Davos”, dice Klein (The Intercept, 08/12/20).

Como resultado, tenemos a los CEO de las más importantes petroleras hablando de un “futuro verde” –liderado por ellos y sus fundaciones “filantrópicas”–, pero entre discurso y discurso, sus plantas criminalmente desreguladas siguen vertiendo aceite en nuestros mares y matando a sus propios trabajadores en terribles accidentes evitables, como sucedió con Deepwater Horizon en 2010, por citar un desastre entre varias docenas.

En 2009, la hoy idolatrada Pfizer acordó pagar más de 2 mil millones de dólares al fisco estadounidense por publicidad fraudulenta –la multa más grande de la historia en ese rubro–; además, es una compañía que, más allá de lo que pueda decir como parte de sus hipócritas relaciones públicas, recientemente quiso obligar a varios países, como Argentina y Brasil, a poner parte de sus activos soberanos (¡incluyendo bases militares y embajadas!) como colateral para cubrir el costo que pudiera derivarse de futuras demandas por daños ocasionados por sus vacunas. No merece ningún tipo de crédito, pero sus declaraciones y “resultados de estudios” son transmitidos diariamente y dados por ciertos de manera automática por la prensa mainstream, financiada y alineada por su publicidad.

Ensanchar el espectro

Desde que empezó la pandemia, los medios de comunicación masiva –incluidas las redes sociales– han sido un vehículo para la censura de todo debate científico relacionado a las medidas dictadas para combatirla. Los científicos y médicos en contra de esas medidas se cuentan por decenas de miles, ¿lo sabía? Por supuesto que no: sus justas, racionales e informadas objeciones son censuradas y descalificadas por un sistema bien engrasado de medios de comunicación que no se dedican a otra cosa que a la propaganda.

Lejos de producir o promover el debate de ideas, la gran prensa, Facebook, YouTube y el resto de gigantes de las redes sociales han conducido a las masas por ciertos caminos predeterminados por las élites ya señaladas y sus bien pagados expertos, siempre de la mano del miedo, el amedrentamiento, la vergüenza, la manipulación y el lisonjeo vacío dirigido al obediente –que “cree” en la ciencia–.

La lógica detrás de la propaganda vertida por la gran prensa, los gobiernos más poderosos del mundo occidental y varias entidades no gubernamentales –todos ellos de propiedad del 0.1% o capturados por este– es la siguiente: el ciudadano de a pie es demasiado tonto, demasiado idiota como para determinar qué es lo mejor para su salud y bienestar, de manera que quienes ostentan el poder deben decidirlo todo, de manera paternalista, para luego coaccionarnos con colosales campañas de propaganda como la experimentada durante los últimos 22 meses. Muchos periodistas están totalmente de acuerdo con esta visión de una sociedad idiota e infantil y colaboran con el miedo masivo, mientras que otros –la mayoría– están en la Luna.

Estamos ante nuevas formas de control de la sociedad contemporánea –al borde de la imposición de esta idea cuasi religiosa de la “Cuarta Revolución Industrial”–. Este control a través de la vigilancia y el espionaje a gran escala se aceleró de manera pasmosa en 2001 tras el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. La pandemia de Covid-19 está siendo instrumentalizada para terminar de instalar una distopía que ya había sido advertida por intelectuales visionarios a mediados del siglo XX como George Orwell o Aldous Huxley. El primero fue claro al señalar que, si queremos imaginar el futuro de la humanidad, “imaginemos una bota sobre un rostro humano, para siempre”. No importa si eso suena horrible: lo importante es si es cierto o no. Debemos reconocer que, instintivamente, preferimos vivir en cualquier fantasía colectiva –buscando seguridad y refugio en el grupo grande–, antes que buscar la realidad factual, un esfuerzo casi siempre solitario. Ese es el gran problema.

Como enseñaron otros dos sabios del siglo XX, Noam Chomsky y Edward Herman, la prensa corporativa reduce el espectro de opinión a lo que sus dueños y otros intereses de élite consideran “aceptable”, y luego promueve cierto debate –dentro de esos angostos márgenes–, de manera que parezca que hay pluralidad y libertad de expresión.

Daniel Espinosa Winder