El tiempo y la máquina

El tiempo y la máquina

Aldous Huxley

El tiempo tal como lo conocemos ahora es invención muy reciente. El sentido moderno del tiempo es apenas anterior a los Estados Unidos. Es un subproducto del industrialismo, análogo en lo psicológico a los perfumes sintéticos y a las tinturas de anilina.

El tiempo es nuestro tirano. Tenemos conciencia crónica del correr del minutero y aun del correr del segundero. Es forzoso. Hay trenes que tomar, relojes que registran la entrada al trabajo, tareas que debemos ejecutar a plazo fijo, récords que hemos de superar por fracciones de segundo, máquinas que indican la velocidad a que debe realizarse el trabajo. Nuestra conciencia de las más pequeñas unidades de tiempo es ahora aguda. Para nosotros, por ejemplo, el momento 8.17 significa algo —algo muy importante si por casualidad es el momento de partida de nuestro tren diario. Para nuestros antepasados un instante tan raro y singular no tenía sentido, no existía siguiera. Al inventar la locomotora, Watt y Stephenson fueron coinventores del tiempo.

Otra entidad que acentúa la importancia del tiempo es la fábrica y su dependencia la oficina. Las fábricas existen para confeccionar cierta cantidad de productos en determinado tiempo. El artesano antiguo trabajaba a su antojo; de ahí que los clientes por lo general tenían que aguardar los productos que le habían encargado. La fábrica es una invención trazada para que los obreros se den prisa. La máquina cumple tantas revoluciones por minuto, hay que hacer tantos movimientos y producir tantas piezas por hora. Resultado: el obrero de fábrica (y lo mismo se aplica mutatis mutandis al empleado de oficina) se ve forzado a conocer el tiempo en sus menores fracciones. En la época del trabajo manual no existía tal obligación de tener en cuenta los minutos y segundos.

Nuestra conciencia del tiempo ha llegado a tal colmo de intensidad que padecemos vivamente siempre que nuestros viajes nos llevan a algún rincón del mundo donde la gente no tiene interés en los minutos y segundos. La falta de puntualidad del Oriente, por ejemplo, es atroz para los recién llegados de un país con horas de comer fijas y servicios regulares de trenes. Para un norteamericano o un inglés moderno esperar es una tortura psicológica. Un hindú acoge las horas de vació con resignación y hasta con satisfacción. No ha perdido el arte sutil de no hacer nada. Nuestra idea del tiempo como colección de minutos cada uno de los cuales debe llenarse con alguna ocupación o entretenimiento es del todo ajena al oriental, precisamente como fue ajena al griego. Para el hombre que vive en un mundo preindustrial el tiempo se mueve con paso lento y holgado; no tiene la preocupación del minuto por la sencilla razón de que no le han forzado a tener conciencia de la existencia de los minutos.

Lo cual nos lleva a una aparente paradoja. Vivamente penetrado de las más pequeñas partículas que constituyen el tiempo –del tiempo tal como lo miden los engranajes del reloj, la llegada de los trenes y las revoluciones de las máquinas—el hombre industrializado ha perdido en gran parte el antiguo sentido del tiempo en sus divisiones mayores. El tiempo que conocemos es artificial, hecho a máquina. En general casi no tenemos en absoluto conciencia del tiempo natural, cósmico, medido por el sol y la luna, los hombres pre-industriales conocen el tiempo en su ritmo de días, de meses y estaciones. Perciben la salida del sol, el mediodía y el crepúsculo; la luna llena y la nueva; el equinoccio y el solsticio; la primavera y el verano, el otoño y el invierno. Todas las viejas religiones, incluso el catolicismo, han insistido en tal ritmo de días y estaciones. Al hombre pre-industrial nunca le fue posible olvidar el majestuoso movimiento del tiempo cósmico.

El industrialismo y el urbanismo lo cambiaron todo. Podemos vivir y trabajar en una ciudad sin darnos cuenta del paso del sol por el cielo, sin ver nunca la luna ni las estrellas. Broadway y Piccadilly son nuestra Vía Láctea; nuestras constelaciones están dibujadas con tubos de neón. Hasta los cambios de estación afectan muy poco al habitante de la ciudad, poblador de un universo artificial y rodeado en casi toda su extensión de muros que lo separan del mundo de la naturaleza. Fuera el tiempo es cósmico, marcha con la trayectoria del sol y de las estrellas. Dentro, es cuestión de ruedas en movimiento y se mide en segundos y minutos –a lo sumo en días de ocho horas y semanas de seis días. Tenemos una nueva conciencia pero la adquirimos a expensas de la antigua.