Tecnología contra civilización

 Génesis de la tecnología

“El poder, como una pestilencia desoladora,

Contamina todo lo que toca; y la obediencia,

Azote de todo genio, virtud, libertad, verdad,

Hace esclavos a los hombres y al andamiaje humano.”

Un autómata mecanizado

Percy Bysshe Shelley

Technology es en su origen una palabra que designa simplemente una tecnología particular; el término “tecnología” es un anglicismo que se ha impuesto para designar las técnicas más modernas: se habla de buen grado de tecnología espacial para designar la fabricación y el uso de cohetes, pero no se hablaría de tecnología a propósito de carpintería, plomería o albañilería más que para referirse a las herramientas o los materiales que hagan intervenir un elemento de esas técnicas-punta (por ejemplo, una máquina con cerebro electrónico, piezas normalizadas o materiales nuevos). Ratificamos tal uso utilizando esa palabra según el sentido que le será ya propio para designar el complejo industrial y técnico característico de nuestra época y la ideología del progreso material que lo acompaña.

La tecnología es un conjunto de técnicas, de útiles y de máquinas, de organizaciones y de instituciones, e igualmente de representaciones y de razonamientos producidos con la ayuda de un conocimiento científico muy avanzado de ciertos aspectos de la naturaleza y de los hombres. Ese conocimiento no puede lograr tal grado de dominio y de precisión especializada más que por medio de los productos tecnológicos que sus adelantos anteriores habían permitido a la industria poner a punto. Por ejemplo, las manipulaciones genéticas son inimaginables sin conocimientos muy especializados en biología molecular, y estos conocimientos son a su vez imposibles de adquirir sin la ayuda de un aparato complejo que ponga en marcha un campo muy elaborado de la física, la química, etc.

Así, cada tecnología pone en funcionamiento técnicas muy diversas con una gran precisión, y por tanto el desarrollo tecnológico induce una coordinación entre los diferentes sectores industriales, la normalización de las técnicas y los productos, la regulación estricta de los intercambios, y todo eso a su vez induce el desarrollo de tecnologías debido a las capacidades nuevas de producción y a los elementos de base normalizados y recombinables a voluntad de los que se dota la producción industrial. En el comienzo de la era tecnológica, con la aparición de la industria nuclear y aeronaútica, el Estado había asegurado de manera autoritaria y voluntarista en primer lugar esa coordinación a gran escala de diferentes sectores industriales necesarios para la producción de armas nucleares y de sus vectores, ahora, el movimiento de concentración de capitales en grandes sociedades con actividades diversificadas persigue de manera autónoma, en su impulso, esa unificación del sistema tecnológico a escala planetaria con la mundialización de los intercambios mercantiles.

En ese sentido, la tecnología es un estadio superior de la técnica: en primer lugar porque ha adquirido las bases que le son propias a partir de formas precedentes, pero sobre todo porque se ha creado a partir de ahí, de alguna manera, un mundo que le es propio. Hasta ahora, la técnica era esencialmente empírica, salida de la práctica de las artes y oficios, desde el Neolítico al siglo de las Luces; luego metódica, con el desarrollo de los conocimientos científicos del siglo XVII hasta comienzos del siglo XX. Durante ese período, la investigación científica no tenía más que algunas relaciones directas con las aplicaciones técnicas, que eran sobre todo un asunto de los ingenieros. La ciencia tenía como objetivo principal la comprensión del mundo físico y la descripción de la naturaleza, la investigación se llevaba a cabo vinculada a la enseñanza en las universidades y los institutos. La ciencia no era entonces más que la base teórica sobre la cual los ingenieros se apoyaban para poner en marcha las técnicas y dominar sus aplicaciones industriales. Sólo a partir de la mitad del siglo XX la investigación científica ha estado más estrechamente ligada al desarrollo de técnicas, al mismo tiempo que sus métodos eran aplicados al estudio de la vida, del hombre y la sociedad. El Estado ha tomado a su cargo en primer lugar su financiación y enseguida su organización para orientarla más específicamente hacia conocimientos directamente operativos y con aplicaciones técnicas (1). A partir de ahí, realmente, todo nuevo saber debe servir para acrecentar el poder sobre la naturaleza y los hombres en beneficio de las instituciones que lo financian.

Es preciso reconocer que la técnica es uno de los aspectos determinantes de la historia del siglo XX, hasta ahora relativamente descuidado por las diferentes corrientes de la crítica social radical. “La mayor parte de la crítica social ha considerado siempre que los adelantos científicos y técnicos eran los aliados absolutos del proceso de emancipación, y no ha imaginado nunca que, en tanto que creadores de nuevas servidumbres, convertirían a la dominación en algo insuperable” (2). La afirmación corriente según la cual “la técnica no vale más que por el uso que se hace de ella” evita justamente plantearse la cuestión política de saber quién aplica la técnica y para hacer qué exactamente, y hace pasar a los medios técnicos como políticamente neutros, como si no indujesen ninguna presión en la organización de los asuntos humanos: no es por nada que los estalinistas han apoyado el programa electro-nuclear francés que implica para su seguridad y funcionamiento un poder fuerte y centralizado que es la forma política de poder que siempre han admirado.

La tecnología ­etimológicamente “ciencia de los útiles”­ es la técnica científica, es decir, el discurso racional (logos) aplicado a la organización de la producción (tekhnê). Pero por “discurso racional” hay que entender aquí el discurso de la razón abstracta de las ciencias y del cálculo económico cuya objetividad no quiere considerar más que las cualidades primarias de las cosas ­objetos provistos de una cierta cantidad de energía con forma de masa y movimiento­ y no considera para nada los intereses y pasiones subjetivas de los hombres más que como una especie de irracionalidad, siempre explotable por la publicidad para mejor poner en movimiento masas de mercancías. La tecnología es también una ideología, “la lógica de una idea” (H. Arendt), y esa idea que llega a determinar todas las actividades sociales es que la técnica (y el intercambio mercantil sobre el cual el capitalismo quiere fundar todas las relaciones sociales es en ese sentido un acto puramente técnico, es decir en el que no se tienen en cuenta más que “el frío interés, el dinero contante y sonante” y ninguna consideración humana) puede realizar automáticamente todos los valores a los que aspiran los hombres, todo el Bien deseable. A diferencia de las religiones que preconizaban la pasividad y la resignación, todas las ideologías se pretenden a sí mismas científicas, porque su objetivo es movilizar la actividad humana para realizar su idea en la Tierra. Las ideologías quieren tener una acción efectiva sobre el mundo, y parten por tanto del conocimiento científico de una realidad que, por su objetividad, consiguen transformar efectivamente, a la vez que pretenden dejar las cuestiones políticas en manos de los que determinan su uso.

La tecnología es la Ideología Materializada por excelencia, ha suplantado a todas las demás porque es, inmediatamente, la materialización en actos y la actividad que materializa la razón abstracta, es decir, la visión y los presupuestos metafísicos de la ciencia sobre la naturaleza y los hombres que han sido de manera subyacente el fundamento de todas las ideologías particulares. Es la culminación del ideal cientifista nacido con el capitalismo, según el cual el mundo está regido por leyes precisas y rigurosas “cuyo secreto la ciencia puede arrancar a la naturaleza” para instruir a los hombres y hacer finalmente racional su existencia y su comportamiento. La ideología tecnológica no ve el progreso en términos éticos y políticos, sino en términos materiales y técnicos: ¿cómo organizar racionalmente a los hombres para contentarles? (3)

Ahora bien, la cuestión histórica y social por excelencia es la del progreso. ¿Qué vida merece ser vivida y qué mundo queremos habitar? ¿Qué medios son compatibles con esos fines? Es a la respuesta de estas cuestiones políticas a las que debieran estar subordinados el uso y el desarrollo de las técnicas. Pero el mundo moderno no quiere escuchar oír hablar de estas cuestiones; para él la técnica es la respuesta a todo puesto que acrecienta la eficacia y el rendimiento en el orden material, el único que quiere, justamente, considerar la razón abstracta. Las tecnologías no tiene otro fin que su propio desarrollo indefinido, el cual sólo puede materializar ­y de ahí justificar­ los valores de progreso que ellas mismas representan.

En ese encadenamiento circular, donde el uso de la tecnología está justificado por los cálculos muy rigurosos de la razón abstracta, y el uso de la razón abstracta está a su vez justificado por los resultados muy particulares de la tecnología, se puede reconocer la marca de la ideología, que no considera de la realidad más que lo que sus miradas simplificadoras pueden aprehender de ella, y cuyos razonamientos superficiales no sienten más que desprecio por la vida; las ideologías representan, según la expresión usada por Marx para calificar a la economía política de la que han salido todas, “la negación más acabada del hombre”. La humanidad no es en efecto ni eficaz ni rentable ­los técnicos nos lo recuerdan a través de cada una de sus invenciones, las cuales pretenden sustituir a la naturaleza y a las facultades humanas­ como lo muestran los efectos nocivos que resultan de la puesta en funcionamiento de tal concepción.

“Algunos de los nuestros dicen ciertamente todavía que la máquina los libera. Les libera provisionalmente de una manera, de una sola, pero que impresiona su imaginación; les libera, en alguna medida, del tiempo; les hace “ganar tiempo”. Es todo. Ganar tiempo no es siempre una ventaja. Cuando vamos camino del patíbulo, por ejemplo, es preferible ir a pie”

Georges Bernanos, La libertad para hacer qué, 1947

Fragmentos de ideología

Las tecnologías pretenden suplantar en precisión y en eficiencia a bastantes oficios y técnicas antiguas, pero en realidad lo consiguen porque, en primer lugar, han sido suprimidas las posibilidades de poner en marcha de una manera independiente a estos últimos. Que se piense en el pletórico y cada vez más sofocante aparejo reglamentario que, bajo pretexto de higiene, de seguridad y de protección social no prohíbe pero sí complica considerablemente las actividades productivas más simples (por ejemplo: para llevar huevos un día al mercado, éstos deben estar datados por una máquina electrónica certificada y legalmente controlada…), poniéndolas así al servicio de una empresa y, más generalmente, reservando la distribución a gran escala y la gestión de las normas dictadas a una organización industrial capaz de integrar todas las presiones ligadas a la producción en masa… con la consecuencia de una pérdida de calidad de los productos (falsificaciones y ersatz), la propagación de los efectos nocivos (vaca loca, dioxina, etc.), el crecimiento de las resistencias bacterianas (salmonelosis, etc.) y otras “patologías atípicas” de origen opaco.

Ahora que la automatización se ha extendido a una gran parte del aparato de la producción, los pobres son desposeídos de sus medios de subsistencia autónoma, de lo que antes podían sacar de su actividad libre combinada con la de la naturaleza. De ahí que su exclusión, que no es nada más que un paro forzado en el interior del sistema, no sea a su vez posible más que porque esa misma producción industrial les proporciona a buen precio un ersatz de alimentos (4). Están así en igualdad con los plebeyos de la antigüedad romana, expulsados de sus tierras por el buen precio del trigo importado desde todo el Imperio y la extensión de los latifundios, sin más perspectiva que el pan y el circo, reducidos a una masa de mano de obra disponible para todas las manipulaciones y las barbaries… esperando que la decadencia entrañase la caída del Imperio (5). Lo que antaño existía independientemente de la industria y del Estado (pequeños oficios, solidaridades de vecindario, etc.) no tiene hoy ya ningún derecho legal a la existencia; no porque todo eso haya sido formalmente prohibido, sino más sutilmente porque, en el momento en que la ley pretende reglamentarlo todo, el Estado encargarse de todo y las autoridades confirmar su competencia en cualquier cosa, todo aquello no entra en ningún marco jurídico. El derecho ha cambiado de naturaleza, ya no es, como en otros tiempos, un marco que define ciertos límites para la vida social, sino que ahora tiende a dictar a cada uno su manera de trabajar y de comportase en sociedad; pretende reglamentar las relaciones entre los hombres al igual que las leyes físicas se aplican a los elementos de una máquina, y con el pretexto de proteger a las personas contra sí mismas reduce su libertad y las abandona a la arbitrariedad burocrática.

Toda actividad personal, todo trabajo realmente productivo efectuado con vistas a adquirir una cierta independencia frente a la economía mercantil (tal como permitían en otro tiempo el campesinado, el artesanado, etc., que son las bases de lo que los economistas llaman economía informal) tiende a ser impracticable; la sociedad industrial ha hecho de ello una “corvée” (trabajo obligatorio y gratuito), en el sentido de ese término en la Edad Media, a saber, un trabajo gratuito ­sometido a impuestos, cotizaciones, obligaciones y controles diversos, o al contrario trabajo negro y por tanto “no protegido” ­ que los siervos y los plebeyos debían al señor” y una tarea penosa, función subalterna del proceso de producción industrial. Cuántos carpinteros no hacen más que Ikea a medida, por ejemplo, mientras que la producción de muebles llamados “tradicionales” está ampliamente automatizada.

Para mantener la indispensable cohesión de un “tejido social” cada vez más evanescente, el mismo Estado de Derecho se ve obligado a imponer autoritariamente la “solidaridad” y la “responsabilidad” (por ejemplo entre padres e hijos) que él mismo ha hecho por otra parte tan difícil, mientras que la industria del entretenimiento y la cultura reconstituyen una sociabilidad, una autenticidad y una naturaleza de síntesis (de Disneylandia a Center Parcs). Porque de hecho, esta sociedad tan democrática, tan liberal y tan abierta no tolera nada que le sea exterior, y menos un modo de vida que se le escape, aunque sea un poco, de sus estadísticas, sus reglamentaciones y sus sistemas de seguros; nada sobre lo que, por este racket a la protección, que es el sostén de todas las mafias, los especuladores y los burócratas, no pueda tener, en definitiva, la última palabra.

“En la actualidad, la escolarización prolongada, el reciclaje y la asistencia social son los métodos empleados con profusión para mantener a una parte cada vez mayor de la población fuera de la produción por cuanto que son fuerzas productivas innecesarias que hay que desmovilizar, métodos que corren a cargo del Estado y que son presentados como logros sociales, expresión del bienestar Por estos procedimientos, jóvenes, parados y excluidos en general, son apartados de los circuitos de la productividad pero conservados como consumidores” (M. Amorós)

La ideología del progreso material hace creer que las máquinas y las tecnologías de último grito son siempre más eficaces que las precedentes. Pero nadie hace el esfuerzo de verificar lo que no es más que una declaración de principios. Se prefiere más bien emplearse en suprimir todo punto de comparación que permitiese captar cuál es el género de eficacia del que son capaces las tecnologías, la manera muy particular que tienen de “racionalizar” las actividades humanas (7). Mientras que la producción se automatiza, las máquinas-útiles más sencillas para poner en marcha y cuyo uso implica un verdadero saber-hacer tienden a desaparecer en beneficio de un aparato más complejo, relleno de electrónica dificilmente reparable, pero que se combina de maravilla con los materiales tecnológicos y que sobre todo no necesita ninguna competencia particularmente profunda. La eficacia del utillaje tecnológico reside esencialmente, lo vemos todos los días, en la independencia de su funcionamiento con respecto al personal que emplea sobre todo para funciones subalternas de conservación y de mantenimiento del aparato productivo, de gestión de los flujos de capital circulante y de promoción de sus productos. La mano de obra es intercambiable, y sus competencias efímeras o inexistentes no pueden perturbar la adaptación del aparato de producción a las presiones y fluctuaciones del mercado, es decir, no a la demanda social misma, sino, a través de la publicidad y la moda, a la especulación sobre ésta, una especulación todavía más cómoda debido a la desposesión y a la precariedad de los salarios que engendran por todos sitios el uso intensivo de las tecnologías.

El trabajo de fábrica o de oficina, donde el individuo no es más que una función, un engranaje en la máquina que es la empresa, se ha convertido en el modelo de las relaciones sociales, es decir aquello a través de lo cual los individuos y las instituciones perciben ahora toda la actividad social: a la vez a través de categorías sociales (ciudadano, consumidor, asalariado, contribuyente, usuario, etc.) empleados por la burocracia para dividir los problemas y así poder gestionarlos mejor, y a través de la voluntad de identificarse con una de esas formas de representación social difundida por el espectáculo. Por ejemplo, cuando los asalariados reivindican un “reconocimiento” más amplio de su trabajo, piden de ese modo que se les maltrate menos y también una “revalorización de la imagen” que les devuelven de sí mismos sus superiores jerárquicos y otras autoridades. Es también respeto lo que reclaman a veces los habitantes de los barrios periféricos después de algunos reportajes televisivos que mienten sobre ellos. Las relaciones sociales y la actividad de los individuos no son, en efecto, percibidas y analizadas más que en términos difusos y puestos de moda por la representación social, porque no hay ya ninguna comunidad a escala humana en la que sus actividades puedan tomar un sentido para las personas. Así, el individuo atomizado, que efectúa un trabajo fragmentario con ayuda de competencias efímeras, no tiene más salida que buscar un sentido a su existencia en la sociedad en su conjunto, pero esa abstracción no deja más que la posibilidad de identificarse con las representaciones dominantes, de convertirse uno mismo en una imagen en el espectáculo social.

El rizo queda rizado y, de una manera general, la racionalización que se opera mediante la automatización tiende a suprimir todo trabajo vivo en beneficio de la manipulación de signos que supuestamente representan la realidad. Las consecuencias desastrosas de tal desrealización de la actividad humana se muestran en todo su monstruoso absurdo en las actividades en contacto directo con la naturaleza, en la agricultura y la cría de ganado industrial (ver las Observaciones AGM, op.cit.).

Pero las personas realistas nos dirán que de todas formas “el hombre ordena, la máquina ejecuta”; es eso, en efecto, lo que nuestros sentidos nos llevan inmediatamente a percibir, y nos contentamos con alzar los hombros ante quien pretende que la realidad es bien distinta, que la máquina es la que dicta al hombre su empleo. Los profesores que enseñan el uso de máquinas de cerebro electrónico o informático, por ejemplo, repiten a porfía que “Es necesario no dejarse dirigir por la máquina” queriendo decir así que es preciso verificar las órdenes que se le dan a las máquinas y no dejarse llevar por la confianza a priori en las regulaciones efectuadas anteriormente. De qué manera un automovilista puede a la vez ser amo de la dirección de su vehículo y estar sometido a su uso social: he aquí una experiencia ampliamente compartida, pero de la cual la costumbre de la razón abstracta impide sacar la menor enseñanza. Cómo una máquina automática, por el cerco que representa, el volumen de producción que implica, el bajo precio al que sujeta a los otros productores y por el cual sujeta a sus detentadores, hace que aquellos que la ponen en marcha no tengan otra posibilidad que utilizarla según las necesidades técnico-económicas que no sólo impone, sino que supone también por su propia existencia: he aquí algo que ninguna evaluación técnica, ningún cálculo económico, ninguna experimentación científica puede aprehender. Vemos así cómo la razón abstracta de las ciencias se protege de toda evaluación objetiva, no sólo de sus resultados ­que son siempre objeto de rigurosos cálculos­, sino de sus consecuencias prácticas, concretas y reales, que cada uno puede verificar todos los días con sus propios ojos sin ayuda de ningún experto, instrumento de medida sofisticado o conocimiento especializado, sino solamente con un poco de curiosidad y de espíritu crítico ­géneros que no pueden, ciertamente, ser producidos industrialmente (8).

El punto de vista desde el que formulamos nuestro juicio crítico sobre la tecnología es pues muy simple: el de la razón concreta que no considera de manera aislada los hechos y los fenómenos, y que tampoco se fija simplemente en las consecuencias aparentes e inmediatas de los actos, sino también en el contexto social e histórico en el que han aparecido y que les da su sentido, es decir, al mismo tiempo la significación que pueden tener para los hombres y la dirección hacia la que pueden desviar los acontecimientos ulteriores. Es decir que, contrariamente al método científico, cuya objetividad aplicada a las ciencias humanas es idéntica al punto de visto “del más frío de los monstruos fríos” de la autoridad y la dominación, del Estado y la Economía, “nada de lo humano nos es ajeno”.

Bertrand Louart

NOTAS

1. Sobre la historia de la institución científica, véase J.J. Salomon, Ciencia y política (1970).

2. Miguel Amorós, ¿Dónde estamos?, febrero 1998

3. Sobre el cientifismo, véase el folleto El enemigo es el hombre (1993). Un resumen de la crítica de la ciencia en Observaciones sobre la agricultura genéticamente modificada y la degradación de las especies, Encyclopédie des Nuisances (1999).

4. Véase de Venant Briset, Mientras aún haya tiempo… Libre opinión sobre la agricultura, el Estado y la Confederación campesina, octubre 1998.

5. Véase de Arthur Koestler, Espartaco (1945), sobre todo el discurso de Marco Craso en la cuarta parte, cap. 4.

6. En oposición al acrecentamiento de recursos jurídicos contra las autoridades por “delitos involuntarios”: “las personas no soportan el pensamiento de que son víctimas de la fatalidad” se indigna un diputado en Le Monde el 30 de abril de 1999. ¿No será porque no tienen el gozo de experiemntar ninguna libertad?

7. Un ejemplo particularmente clarificador por Jean-Marc Mandosio, El Hundimiento de la Muy Grande Biblioteca Nacional de Francia, ed. Encyclopédie des Nuisances (1999).

8. Sobre la “decadencia continua de la inteligencia crítica y del sentido de la lengua al que han conducido las reformas de la educación desde hace treinta años”, véase Jean- Claude Michéa, La enseñanza de la ignorancia y sus condiciones modernas, ed. Climat 1999).